sábado, enero 06, 2007

Crónica de un Inquisidor

De vuelta tras un año de inactividad! Procuro ampliar un poco el blog dando lugar a otro tipo de material. Lo siguiente es ¿ficción? pura y exclusivamente, el narrador no refleja la filosofía del autor.

Tiembla mi mano esta noche de invierno. Tiembla mi mano mientras escribo en el pergamino los siniestros sucesos que acontecieron hace ya 50 años. Relato la razón por la cual tuve que trasladarme a este monasterio, para expiar mis culpas y refugiarme en el olvido. Ahora que me sé cerca del fin, sólo ruego a Dios que me perdone, puesto que no pude mantener mi entereza al encontrarme con el Demonio.

El atardecer caía sobre Castilla. Tenía yo 18 años, y era un fervoroso soldado al servicio de la Santa Inquisición. Mi tarea consistía en escoltar a una joven y salvaje bruja a la hoguera, donde habría de pagar por sus pecados. Un burro arrastraba la jaula en la que manteníamos encerrada a la hechicera. La procesión estaba encabezada por un anciano hermano dominico, que rezaba en voz alta mientras caminaba. Yo marchaba lentamente al lado de la jaula y miraba de vez en cuando a la bruja, cuando se retorcía mientras maldecía en una lengua extraña. “Gitana”, la llamaban algunos, pero se trataba de una palabra vacía y perversa cuyo significado escapaba a mi comprensión. No me importaba. Mi deber era guiarla hacia la justicia y nada más que eso.
¡Oh, lúgubres tentaciones! ¡Infame cuerpo pecador! Sucumbí mientras andábamos por las calles, mientras la gente la insultaba y maldecía. La debilidad de mi carne me hizo sentir una impía fascinación por ella. Sus ojos verdes como esmeraldas, su furiosa cabellera roja... aquel cuerpo no era más que una infernal provocación para mis lascivos instintos pecadores. No podía apartar mis ojos de ella, harapienta, sucia, sudorosa...

La noche se adueñaba de la ciudad. Las masas lanzaban gritos cada vez más furiosos, mientas el sacerdote rezaba con voz atronadora y ojos severos que miraban al vacío. Fue entonces cuando ella empezó a mirarme. Mas no eran fugaces miradas de odio y desesperación: ahora había clavado sus ojos en los míos; atenta; provocadora. Instintivamente acerqué mi rostro hacia la jaula, aunque lo estaba acercando hacia ella. No reparé en que la carreta había detenido su marcha: nada me importaba, tal era el poder de su hechizo. El aire se hacía más espeso, la atmósfera se oscurecía, las multitudes callaban. El entorno era el de un sueño profundo. Estaba sumergido en un trance total, y de alguna forma lo sabía. Fue entonces cuando ocurrió: el bullicio y la normalidad volvieron con su mirada. Oh, Dios, jamás olvidaré esa mirada: sus verdes ojos emitieron un rojo destello que hizo aún más terrible su diabólica sonrisa de triunfo. Hubo un estallido y un espeso humo negro envolvió la jaula. La gente gritaba, yo no sabía qué hacer. Al disolverse la humareda, caí de rodillas y rompí a llorar: en la cerradura de la puerta abierta de la jaula, descansaba la llave que unos segundos atrás colgaba de mi cinturón. Y la bruja había desaparecido.

Mienten los cerdos luteranos que niegan herejías como ésta y su relación con el Oscuro. ¿De qué forma pueden obrar elixires y pociones del Lejano Oriente? ¿Quién sino un acólito de Satanás puede conjurar sortilegios que nublen así los sentidos del justo?
Lejos de mi patria y en mi lecho de muerte, solo quiero dejar un testimonio de este terrible suceso para el atento lector. Que no cometa los mismos errores que yo; que triunfe donde fracasé miserablemente. Porque bien puede ser terrenal la humillación, pero el inexorable castigo de Dios nos atormentará para siempre.