Procurando darle un mínimo hilo conductor al blog.
-Por favor no te largues a llorar- musitó Tom Queenan en un forzadísimo susurro.
Esa pausa en la desesperada huída podía ser fatal, pero Tom era conciente que un llanto de su sobrina podría poner fin a sus vidas en un instante. En un oscuro callejón, el hombre se hallaba arrodillado frente a la niña de 3 años. Temblaban. Las manos de él la aferraban firmemente por los hombros, y cuando terminó de hablar temió estar lastimándola. Los grandes ojos celestes de la pequeña, ya húmedos, se clavaban en el delgado rostro de su tío. ¿Ella entendía? No, no entendía. Pero podía vivir un miedo que le era totalmente ajeno, el miedo de ese hombre desesperado que orillaba los 50 años. Muchos años después, Mary recordaría vivamente la expresión del hermano de su padre, cuando se había resignado a su propia muerte pero no a la de su única pariente viva. Esa noche, sin embargo, no pudo hacer más que tragar saliva y asentir lentamente. Tom suspiró complacido, pero lejos de estar aliviado. Abruptamente y de forma casi involuntaria, la abrazó con fuerza durante unos breves segundos. Luego, con la misma mecanicidad, la aferró con su brazo derecho y se incorporó.
Tom miró a su alrededor y evaluó la situación: ahora sí estaba en problemas. Su improvisada huída lo había conducido a un callejón sin salida, al que había accedido desde el edificio de departamentos. La elevada reja que daba a la calle estaba cerrada con un candado, y la sola idea de saltarla con la temblorosa niña a cuestas era ridícula. A sus espaldas, el paredón semi-derruido era inaccesible a menos que quitara del medio los viejos botes de basura...
"... montando un escándalo infernal. ¡Brillante, imbécil!", pensaba Tom, enojado consigo mismo. No podía oír a sus perseguidores, pero sabía que no tardarían en dar con su paradero. Lo demás estaba sobreentendido: abrirían fuego a discreción y los masacrarían a él y a su sobrina, tal y como habían hecho con William y su hijo John. Todo había sucedido demasiado rápido, más de lo que su mente podía tolerar. ¿Cuántos eran? ¿4, más de 5? ¿Qué importaba? Él estaba en el baño cuando le llegó el rumor de una discusión, pero nada más. Lo que vio al salir quedó grabado como una película: esos hombres(vaya a saber cuántos) vestidos de traje sacando las "Thompson" que ocultaban tras sus espaldas. William, el dueño, y John estaban detrás de la barra. "¡Dios, sus rostros!" pensaba Tom mientras aguzaba el oído, con la ingenua esperanza de que sus perseguidores no aparecieran. William y su hijo murieron bajo la brutal ráfaga de metralla con los ojos como platos. "Pobres..." pensaba Tom. En su inocencia, ignoraban los extremos a los que podían llegar los hombres de O'Malley. El Amo y Señor del barrio era el único distruibuidor de licor en esa zona, y cuando no conseguía encontrar o forzar a los compradores... "No es la primera vez que pasa" pensaba Tom mirando a su alrededor, sin saber qué hacer. Escarmiento. Mike O'Malley era el Zar indiscutible del Escarmiento.
Dios sabe cómo hizo Tom Queenan para salir de la cantina. Bastó con una mirada del matón más cercano para que el irlandés girara sobre sí mismo y corriera a estrellarse contra la pequeña ventana del baño. El sonido de los cristales rotos le pareció delicado en comparación con el estruendo de las ametralladoras que disparaban al sanitario. Cuando Tom cayó del otro lado, tenía un grueso vidrio clavado en el hombro izquierdo. No tuvo que pensarlo 2 veces: se incorporó, trastabillando, y corrió a toda velocidad hacia su casa, oyendo tras de sí las maldiciones de los sicarios. Una vez que despertó a Mary y la sacó del apartamento, todo fue azaroso. Ni bien salió del edificio vio a los hombres en la esquina, y sus disparos fueron prueba suficiente de que ellos también los habían visto. Tom alzó a la niña, corrió en línea recta, cruzó la calle y se internó en un callejón. Finalizado el tramo, giró (porque sí) a la izquierda y siguió corriendo, incapaz de razonar siquiera si estaba yendo a un lugar en particular. Ahora, atrapado y sin salida aparente, comprendía el concepto de desesperación. Su huída era primitiva, salvaje, animal; motivada por el más primitivo, salvaje y animal de los sentimientos: el miedo. Tom escapaba sin un dejo de racionalidad "pensando" solamente en el presente inmediato, saltando de un peligroso escondrijo a otro. Estaba convencido, sin embargo, de que no vería otro amanecer. El porvenir que había idealizado jamás llegaría... o al menos para él. Podía (¡debía!), no obstante, evitar que ese infierno de venganzas y negocios turbios arrasara con el futuro de la pequeña Mary. Sólo debía asegurarse de que ella estuviera a salvo y pronta a abandonar la Costa Este. Sólo entonces se enfrentaría a su destino. Con un poco de suerte (esperaba), alcanzaría para que dejaran a su sobrina en paz. Si ambos huían juntos, por el contrario, existía la posibilidad de que intentaran rastrearlos. Había ocurrido antes.
Tom Queenan corría hacia adelante, incapaz de oír otra cosa además de sus pasos. No podía oír. No quería oír. Pero sucedió: adelante, doblando la esquina, oyó un disparo. O eso fue lo que pensó. Creyendo, en definitiva, que sería interceptado, volvió a girar a la izquierda y, "Obra y gracia de Dios", entró por la puerta abierta del polvoriento edificio de departamentos. Atravezó el pasillo abandonado y, ni bien vio una ventana abierta, le ordenó a la niña que se agarrara de su espalda. Acto seguido, bajó al callejón. "Obra del maldito Demonio", pensó al caer, regañándose por su anterior entusiasmo.
Los oyó. Las voces y los pasos se acercaban por la calle. Tom contrajo sus dedos sobre la espalda de la niña, en un acto tan instintivo como inútil. Intentar esconderse equivalía un suicidio, más aún tratar de saltar la reja. Por simple descarte, debía optar por el paredón. Respiró hondo y puso manos a la obra: sortear los botes, primer obstáculo. No podía tomarse demasiado tiempo y no podía hacerlo demasiado rápido. "Maldita sea mi suerte", y se abrió camino haciendo contorsiones. Uno de los botes contra el paredón estaba erecto y adecuadamente tapado. Quizás, podía usarlo como peldaño para pasar al otro lado. No había demasiadas opciones, así que contuvo la respiración y subió con Mary a cuestas. De no haber sido por los pasos en la calle, se hubiera alegrado de que el bote no hiciera ruido. "Agárrate fuerte, Mary", susurró Tom, y sin perder un instante apoyó sus manos contra el borde de la pared y trepó. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para ahogar su grito cuando el inoportuno vidrio que allí reposaba se enterró en su palma derecha. Pero no pudo conservar la calma. Una vez perdida la concentración, no reparó en el ladrillo suelto que él mismo tiró mientras se incorporaba. El estruendo de los matones fue la respuesta al estruendo del impacto metálico contra el bote de basura. Queenan se dejó caer del otro lado del paredón. Fue imposible contener el alarido: hubiera jurado que oía cómo se quebraba la pierna bajo su cuerpo. La situación lo había sobrepasado, aquel momento era más insoportable de lo que nunca hubiera podido imaginar. Y nada podía ser peor que los ínfimos sollozos infantiles que ahora oía sobre su cabeza. Sollozos que, con la sufrida obediencia de una niña amorosa e inteligente, no podían (ni hubieran podido nunca) ser oídos por nadie más que él. Tom no concebía manera de salvar a la pequeña que lloraba en silencio sólo porque él se lo había ordenado, cuando vio a dos
cuadras de distancia y se odió por su estupidez.
El Padre Sullivan, reflexionando más tarde, comprendió que su inusual desvelo formaba parte del plan del Señor. A las 2 de la mañana, había abierto la puerta de su iglesia a un alma desesperada, a un alma que realmente necesitaba de él como nunca antes había necesitado nadie. Sullivan entendería, más adelante, que a pesar de su juventud (tenía 34 años), Dios le había concedido el privilegio de cumplir la verdadera misión del Pastor cristiano.
- Se llama Mary, Padre... - jadeó el sudoroso hombre después de que Sullivan cerrara la puerta- Su madre está en Los Angeles, California, y su nombre es Martha... Martha Ferguson.
Sullivan miró con piedad al hombre ensangrentado que había caído de rodillas en su iglesia. Sabía que cargaba con una Cruz demasiado pesada para sus hombros y que estaba, como Cristo, a punto de dejarse llevar hacia la muerte. Lo sabía.
- No... No pude juntar el dinero a tiempo... - dijo el hombre sin poder contener las lágrimas - Viajaríamos juntos... La devolvería a sus brazos, tal y como quiso... Tal y como quería su padre...
La niña sollozaba en silencio, erguida con una dignidad solemne y abrumadora. El hombre se arrastró hacia ella y le besó cariñosamente la frente, mientras le daba su último abrazo.
- Hijo mío - dijo solemnemente Sullivan mientras el hombre se levantaba -. Tiene que haber otra solución, no debes limpiar los pecados ajenos con tu muerte.
Horas después, Sullivan sería conciente de la grandeza de aquel individuo que le contestó, sin malicia ni sorna.
- Me extraña, Padre- y agregó con una sonrisa, mirando el crucifijo del altar -. Es lo que él hubiera hecho.
Mary acababa de acostarse cuando se oyeron los disparos. El Padre se dio cuenta de que su fugaz ilusión de que nunca más sabría del paradero de Tom Queenan acababa de desmoronarse. Con paso decidido (y envalentonado por un misterioso fervor) abrió la puerta y salió a la calle. Queenan reposaba en un charco de sangre y sus 6 asesinos miraban fijamente al corpulento sacerdote.
- ¿Dónde está la niña, Padre? - preguntó uno, con desprecio.
- A salvo de la inmunda escoria como ustedes - respondió firmemente.
El hecho de que los sicarios no se inmutaran era una muestra de lo insólito de su situación. Sabían que el asesinato del sacerdote iba más allá de un simple ejemplo para el barrio.
- No juegue con la ira de O'Malley, Sullivan - le advirtieron mientras se acercaba al cadáver.
Sullivan contestó luego de cerrar los ojos de aquel mártir que había muerto sonriendo. El hombre que habría de cambiar el destino de Brooklyn fue igual de lacónico que sus interlocutores:
- Ustedes no jueguen con la ira de Dios.
domingo, febrero 10, 2008
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